Un cuento de 40 años

Un cuento de 40 años

El partido más importante del mundo

¿Alguna vez tuviste que elegir entre el amor y el fútbol? En este imperdible cuento viajamos 40 años al pasado y revivimos una jornada memorable.

Juanfri Miguel Por: Juanfri Miguel
9 de diciembre de 2024 18:12:00

Tenía 17 años y algunas cosas muy claras en la vida. El amor, por ejemplo, era una de esas cosas que te hacían caminar con la frente alta y el pecho inflado. Salía con una chica de Barracas, de esas que hacen que te pongas hasta perfume aunque vayas a la esquina. Lo otro que tenía claro era que mi amor por Independiente era eterno. Pero esa noche, el corazón me pedía que eligiera.

Era 1984. Independiente jugaba la final de la Copa Intercontinental contra el Liverpool, a las 12 de la noche, hora argentina. El partido que podía coronarnos como los mejores del mundo. Yo no lo iba a "poder" ver, eso pensaba. La había invitado a salir, porque a veces las prioridades se confunden cuando estás enamorado a los 17.

Llegué a su casa a las 23 en punto, con la camiseta del Rojo bien puesta. El escudo en el pecho me latía más fuerte que el corazón. Ella todavía no estaba lista. Era una de esas noches cálidas de diciembre en Buenos Aires, y yo esperaba en la vereda, pateando piedritas y mirando el reloj. Cada segundo que pasaba me recordaba el dilema: el amor o el fútbol.

En eso, apareció un tipo al que nunca había visto en mi vida. Un vecino de esos que saben todo de todos. Estaba en ojotas, con una remera que alguna vez había sido blanca y un cigarrillo colgando de los labios. Me miró de arriba abajo, con la camiseta y todo, y me soltó una frase que todavía resuena en mi cabeza:

-¿Qué hacés, pibe? ¿No sabés qué noche es hoy? Andá, decile que la ves mañana y venite a casa. Estamos todos viendo el partido en Perdriel al 700.

Me reí nervioso. No le respondí. Pero su voz quedó dando vueltas en mi cabeza como un eco imposible de ignorar. Cuando ella finalmente salió, con su pelo impecable y un vestido que le quedaba pintado, yo ya tenía la decisión tomada.

-Escuchame una cosa -le dije, más tartamudeando que hablando-. Hoy juega el Rojo. La final.

Me miró con una mezcla de sorpresa y fastidio.

-¿Y?

-Y... no puedo perderme este partido.

Ahí entendí lo que significaba el silencio incómodo. Ni un reproche, ni un insulto, solo un gesto que decía todo: "Sos un imbécil". Nos despedimos rápido, sin más palabras, y antes de que pudiera arrepentirme, ya estaba corriendo hacia Perdriel al 700.

La casa era un caos maravilloso. Había un televisor enorme, esos que eran tan anchos como largos, y un living lleno de tipos que no conocía. Algunos eran amigos del vecino, otros ni idea de dónde habían salido. Pero ahí, en ese instante, todos éramos familia. Los vasos de gaseosa y los sándwiches de miga iban y venían. Había un murmullo constante, una mezcla de cábalas, nervios y promesas que solo el fútbol genera.

Y después empezó el partido. Liverpool era un monstruo europeo, pero nosotros éramos Independiente, el Rey de Copas, el orgullo del barrio. En el minuto 6, todo pasó como en cámara lenta: un pase perfecto de Barberón y Percudani, el joven que llevaba la 7, corriendo como si el mundo dependiera de él. El gol llegó como un estallido. Grité hasta quedarme sin aire, abrazado a un gordo que tenía aliento a cerveza y a un flaco que lloraba como un nene.

El resto del partido fue una montaña rusa de emociones. Liverpool atacaba ansioso, nosotros defendíamos con uñas y dientes, de vez en cuando le paseábamos la pelota de lado a lado como queriendo refregar el triunfo. Cuando sonó el pitazo final, nos abrazamos todos, incluso el vecino que me había convencido de ir. Salimos a la calle, y Barracas era una fiesta. La gente cantaba, los autos tocaban bocina, y yo sentí que estaba viviendo algo que iba a recordar toda mi vida.

Esa noche no volví a ver a esa chica. Ni al día siguiente, ni nunca más. Pero cada vez que paso por Perdriel al 700, me acuerdo de ese gol, de ese vecino, de esa casa llena de extraños que se convirtieron en mi familia por noventa minutos. Y pienso que, esa noche, todo valió la pena. Porque a los 17, cuando tenés que elegir entre el amor y el fútbol, solo hay una respuesta posible: Independiente.

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