cronica de un ascenso anunciado

cronica de un ascenso anunciado

Crónica de un ascenso anunciado

Por: Román Failache
11 de junio de 2015

NAB. La feria televisiva más importante del mundo se realiza año tras año en Las Vegas, a mediados del mes de abril. En una Argentina donde se consumaba el menemismo, mi viejo había encontrado un buen laburo y había empezado a viajar a “la ciudad del pecado” en representación de la empresa, al menos, una vez por año. Con apenas 6 años, la desolación que yo sentía por no tener a mi viejo en la fecha de mi cumpleaños era enorme, por más que él intentara saldarla con asombrosas retribuciones materiales que recibiría a su vuelta. Abultados paquetes de juegos y ropa que venían del primer mundo, en son de premio consuelo para compensar su ausencia. Cumplía su cometido, aunque en las fotos y en mi recuerdo, están mi vieja y mi hermano. Así me sentí, también, cuando Vigliano pitó el final del partido en Avellaneda contra Patronato, e Independiente supo que tendría que ir a jugar un desempate a La Plata contra Huracán para ascender a la Primera División. O para intentar hacerlo. Porque, por cómo venía la mano, parecía que nada bueno podía resultar de ahí. Pero la sensación de abandono no la sentí por el susodicho partido igualado, sino porque, de antemano, sabía que no iba a poder estar allí presente, alentando como lo hice durante 21 fechas de local en la Sur Baja. Quería ser parte de ese momento único, pasara lo que pasara, y a la A.F.A. se le ocurre programar la final para un miércoles a la tarde. Días laborables si los hay. En cualquier otro contexto, me hubiera ausentado al trabajo para viajar; me sobraban como 9 días de vacaciones que no me había tomado. No obstante, un mes atrás había arrancado un cargo nuevo en otro sector de la misma empresa -aunque no tan bueno como el que agarró papá en los ’90- y no podía darme a la fuga. Todos los caminos conducían al streaming de la computadora. Por un tema místico, de épica casi literaria, ese día tenía que llover. ¡Y cómo! Todavía recuerdo la imagen de mi (ex) jefe irrumpiendo en la oficina y yo, rosario en mano, la ventana abierta con el diluvio en segundo plano, y con la transmisión del Fútbol Para Todos vía YouTube, diciéndole que había avanzado en un proyecto, que me había reunido con las directoras para que me proveyeran del material necesario y demás verdades que, en ese contexto, no encajaban por ningún lado. “Mirá el partido tranquilo y, cuando termine, llamame. Hoy no pasa nada”. Creo que nunca le agradecí ese gesto. Junto con el gol del pelado Zapata que no pude gritar, bajó el primer lagrimón de la tarde. Necesitaba compartir mi felicidad con alguien. Es por eso que le toqué la puerta a la auditora de la empresa, con el único fin de transmitirle que un jugador quien ella no conoce, de un equipo el cual no le importa, acababa de hacer el primer gol de esa tarde, la cual no distinguía de cualquier otra. Por compasión, y al interpretar la vorágine con la que yo cargaba, esbozó un simple “¡Qué bueno!”, que, aunque no parezca, fue todo lo que necesitaba. Pero hay más, eh. No conforme con estos papelones, llegó el gol de Pizzini para sentenciar la historia, y para remitirme al abrazo con mi abuelo en el gol de Montenegro a Instituto; al escandaloso partido con Brown de Adrogué; a la tribuna de Vélez, donde ganamos 1 a 0 con 10 jugadores, y profesamos la utópica salvación del descenso como un hecho sumamente posible de realizar. Llegó el segundo gol y llegó la irrupción en llanto, acompañada por el silbatazo final. Esa alegría por volver a donde siempre debimos estar, combinada con la tristeza de que yo estaba en el lugar al que no pertenecía dado las obligaciones profesionales, como cuando el viejo estaba allá y yo acá. Mientras oía las declaraciones de los jugadores, sentí que tocaban la puerta de la oficina. La verdad es que temí por la imagen que podía llegar a dar. Imaginate que, en un trabajo, atravesás una puerta y ves a un tipo llorando, con las luces casi apagadas y con una lluvia torrencial de fondo. Sin embargo, al entreabrirse, un suave “¿Terminó?” salió de la voz de la auditora, a la cual abracé como si fuera mi vieja, a tan solo días de haberla conocido. Hoy se cumple un año del ascenso; 361 días de agonía, expectantes por conocer un destino, que fue delimitado por mucho más que simples resultados futbolísticos. Una era que marcó a todo un pueblo que vive y subsiste gracias al sentimiento del hincha. A pesar de que la mancha institucional que haya quedado sea enorme, ellos siempre estarán ahí. “Todas las hojas son del viento, ya que él las mueve hasta en la muerte”. Y así será. Siempre.
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