el dia que coco sily me salvo

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El día que Coco Sily me salvó

Por: Javier Brizuela
16 de junio de 2020

Esta época, en la que se sitúa la anécdota, me encontraba yendo solo a la cancha, con todo lo que eso representa siendo menor de edad. Mi abuelo y mi tío no tenían ya demasiadas fuerzas ni siquiera para ocupar una platea en el sector vitalicios, mi primo estaba en una etapa pollera y el Loco de la Combi seguía cumpliendo su promesa.

En un partido por Copa Libertadores, le estábamos ganando a River (creo que con gol del Burru) siendo muy superiores, uno de esos encuentros en los que merecés hacer el tercero antes que el segundo. Y después de varias situaciones desperdiciadas, el Loco juró que si River empataba (en realidad dijo estas Gallinas de mierda, pero no viene al caso), no iba nunca más a la cancha. Y estaba tan chiflado que tras el uno a uno final, cumplió y no apareció más por la Doble Visera.

Asi que ahí estaba yo un tiempito después, en un atardecer caluroso caminando por Fernandez de Enciso, una de las diagonales que tiene Devoto. Sin saberlo, a punto de tomar una decisión crucial, que puso en riesgo mi vida o al menos mi integridad física, tal como confirmaría una hora y pico más tarde. Eran dos las opciones que tenía para ir hasta Avellaneda, al menos las que solía utilizar. Una era tomar el 134, colectivo en el que un día de semana en hora pico podes llegar a cumplir años antes de llegar a destino. La otra era seguir una cuadra más y esperar el San Martín, para ir hasta Villa del Parque y tomar el 24, o a Retiro y subirme al 100.

Ese día la primera de las variantes la tendría que haber descartado, ya van a saber por qué. Pero a los 17 años uno no piensa demasiado, en realidad casi que ni piensa. Así que sin dudarlo me subí a ese 134 que justo se presentaba vacío y ya en marcha, dispuesto a iniciar su recorrido. Hasta recuerdo haberme sentido afortunado, ya que no es frecuente no perder tiempo esperando un bondi, de hecho todos sabemos que solo viene cuando te prendés un pucho.

Luego de aproximadamente una hora, en el colectivo quedábamos, además del chofer, tres pasajeros. El que escribe, en el medio contra una ventanilla y un señor mayor con la que supongo era su nieta, que estaban sentados atrás de todo, en la fila larga del fondo, al lado de la puerta. Una de las tantas avenidas que recorre el 134 es Caseros, en pleno Parque Patricios. De hecho sobre esa calle queda la Sede de Huracán, el rival que nos visitaba esa noche, parafraseando a la hermosa voz del estadio que tenía la Doble Visera. Estaba tan lejos de haber pensado mejor las opciones del viaje que hasta sonreí cuando el colectivo pasó por ahí y vi el escudo del Globo, recordando aún esa goleada que nos había dado un título poco antes. De hecho era el primero o uno de los primeros partidos en Avellaneda luego de ese histórico Clausura 94. Y mientras pensaba en eso noté que el bondi no avanzaba, a pesar de tener espacio. La curiosa razón era que tenía varias personas bloqueándole el paso.

Obviamente me llamó la atención, pero como les dije, a los 17 no pensaba demasiado. Más de dos décadas después tampoco es que soy un genio, pero calculo que al menos me hubiese dado cuenta que no era una gran idea ir a la cancha contra Huracán, en un colectivo que pasa por la sede del Globo, vestido únicamente con una remera de Independiente.

De hecho aún estaba inmerso en aquel cuatro a cero, quizá pensando en lo llena que estaba la cancha, o en el tiro libre que clavó el Dani, cuando noté por la ventanilla que en el Parque que estaba enfrente había mucha gente corriendo. Milésimas de segundos después comprendí que todos lo hacían hacia el bondi, y que la mayoría lucía algo de la institución Quemera. Tarde, pero enseguida entendí lo que estaba pasando. El chofer, que por supuesto había caído mucho antes que yo, me indicó que trate de bajar por atrás, mientras abría la puerta de adelante. Me paré y cuando empecé a ir hacia el fondo, la horda de hinchas ya copaba también esa puerta y a los golpes pedía su apertura.

Lo único que pude hacer fue volverme a sentar, esta vez en el último asiento de dos antes del fondo. Unos minutos más tarde, ya sin el anciano y su nieta, el 134 retomaba la marcha, pero ahora con toda la barra de Huracán. Los más jóvenes probablemente no lo sepan, pero antes era frecuente el secuestro de colectivos por parte de las hinchadas para llegar a las canchas donde jugaban de visitante. Y ahí estaba yo, entre los trapos, gorritos, camisetas, vinos y humo, muerto de miedo preguntándome porque no había tomado el San Martín.

Lo primero (y lo único) que atiné a hacer además de rezar, fue poner el carnet, el documento y los pocos pesos que tenía, en ese lugar en el que ya habría un caldo importante, y no precisamente producto del calor que hacía. Tardaron en darse cuenta, quizá porque la remera de entrenamiento Adidas que llevaba era similar a la del Globito, a lo mejor porque me acurruqué contra la ventanilla, o porque estaban entretenidos bebiendo, fumando y cantando. Lo cierto es que en un momento, luego de un breve silencio, se escucharon algunas risas, que arrancaron por los que estaban más cerca mio.

Inmediatamente después, empezaron canciones con las que algunos hinchas demostraban su creatividad, siempre teniéndome a mi como protagonista, y terminando en el mejor de los casos sin remera y sufriendo maltratos. El chofer era el único que no disfrutaba el concurso y me miraba constantemente por el espejo retrovisor, como diciendo "pobre pibe", o al menos eso entendía yo.

La única certeza que tenía en ese contexto era que la iba a pasar muy mal, y que si o si debía bajarme de ese colectivo. En aquellos años el 134 terminaba su recorrido a metros del puente viejo. No se me ocurre un lugar copado para ir a parar junto a una barra brava rival, pero creánme que pegado al Riachuelo no es uno. Asi que junté coraje, le hice una seña al chofer (en ese momento me miraba más a mi que a la calle Vieytes), estiré mi brazo para tocar el timbre (solo para que los que estaban cerca mio sepan que tenía la intención de bajar, el conductor ya lo sabía) y me paré. El que tenía sentado al lado no se corrió para dejarme pasar, pero tampoco hizo nada para impedirlo, lo que interpreté como un buen comienzo. Pero los del pasillo no pensaban lo mismo y me bloquearon el paso. Mientras pensé en saltar por encima del asiento el colectivo frenó y abrió la puerta, lo que hacía imposible esa chance.

Asi que no tuve más remedio que empujar y tratar de avanzar, lo que derivó en varias piñas y escupitajos. No tengo idea cuanto duró esa especie de malteada macabra, solo recuerdo que me volvieron a tirar contra el asiento y me volví a parar con la intención de sacarme la remera, tratando de llegar a una especie de acuerdo que me permitiera seguir ileso, más allá de algunos golpes.

Y fue justo en ese momento en el que escuché una frase que recordaré por siempre. Pronunciada por una de esas voces tan particulares que a uno lo llevan a la conclusión de que su dueño no era precisamente un monaguillo. "Dejen bajar al pibe tranquilo, manga de boludos", se escuchó, atronando todo el bondi.

Enseguida las risas, piñas y escupidas, se transformaron en silencio y estupor y todo aquel que estaba entre mi asiento y la puerta se corrió para dejarme bajar. Creo que si tenían una alfombra roja, la colocaban en el piso para que camine por ella. De hecho es probable que hayan puesto alguna bandera y no lo noté (?).

Cuando el 134 arrancó nuevamente, vi como me miraban desde el fondo como leones después de perder una presa, y hasta me atreví a mostrar 4 dedos (emulando la goleada), a pesar de que me temblaban aún las piernas y si no me había hecho pis encima es porque debería tener la vejiga vacía.

Si bien yo la escuché como angelical, con el tiempo llegué a una conclusión tan divertida como inchequeable. La voz era del cantante de ACDC, de Alfio Basile o de Coco Sily. Las chances de que Brian Johnson haya ido a la Doble Visera a ver un Independiente Huracán son nulas. El entrenador dirigía en ese momento a Racing, por lo que sería medio polémico que vaya a la cancha a ver a otro cuadro (?). Así que sin pensarlo demasiado, como cuando debía decidir como viajar, decidí que el cómico, Quemero él, había sido mi ángel de la guarda.

Por eso, además de recordar que el Rojo ganó dos a cero ese encuentro, para mi será siempre el partido que se jugó el día en el que Coco Sily me salvó.

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