Perder, perdemos todos. De a poco, de a mucho, pero siempre algo perdemos. Algunas derrotas son transitorias, otras son definitivas.
Jesús Méndez carga con una a cuestas, y en el clásico de Avellaneda sintió la antinomia entre la fina balanza del triunfo sobre el fracaso.
Perder es una palabra amplia. Desde la bronca efímera de perder un colectivo, la semanal de perder un clásico, o la eterna de perder un ser querido.
Jesús Méndez se levanta cada mañana sabiéndose que está un gol abajo con la vida, desde que el 29 de enero de este año ya no cuenta con su hermano Paulo, quién decidió quitarse la vida.
¿Cómo se prepara uno para seguir adelante tras semejante realidad? Méndez debe estar pensando todavía en qué pensaba Paulo cuando hizo en lo que hizo, o, peor, en qué pudo haber hecho el para que su hermano todavía estuviese con él. Preguntas, dudas, certezas y tristezas demasiado pesadas para una cabeza que no da más.
Ante tanta pálida, siempre es imprescindible encontrar un motivo para salir de las sábanas y meterse en el día a día. De agarrar el coche e irse a laburar. Méndez, casualmente, es un tipo que se gana la vida jugando al fútbol. Cuatro horas entre previa y entrenamiento, y de vuelta a una tarde vacía, de ocio. A llenar 20 horas del día con familia, tele, música, paseos, lo que venga.
Méndez no puede darse el lujo de pensar. Pensar es Paulo. Paulo es el vacío. Paulo pasó de ser todo a ser nada. Méndez, si piensa, es nada. Y Méndez, como padre, hijo y esposo, no puede darse el lujo de ser nada.
Méndez sabe que tiene que ser alguien más, alguien que no le sale ser pero que debe ser. De repente, se ve vestido de rojo, de pies a cabeza. Un 8 en la espalda y un pasillo inflado hacia el césped. Sale, camina, saluda por inercia junto a sus compañeros a 45000 personas en uno de los clásicos más importantes del planeta. Méndez se para de doble cinco, como le corresponde, como él se siente mientras el piso es verde: ahí Méndez es jugador. O tal vez no.
Fricciones, patadas, juego, toque y gambetas.
El clásico va 1 a 0 para su equipo. Hay un tiro libre, lo quiere patear. Viene un petiso y se lo pide. Méndez, que ya cedió uno a manos del arquero, le brota el orgullo y se niega, sabiendo que
él puede, que él vale, que él existe. Que él tiene el pie justo para el tiro necesario. Manda al petiso a mudar y hace lo que lo define. Acomoda la pelota, mide la barrera, ve el sol en los ojos del arquero y calcula a dónde va a ir la pelota. Con todo el costado de su pie derecho, la redonda va seca pero curva, rarísima. La ve en un giro que nadie espera excepto él.
Gol. Golazo. Méndez sale corriendo, agarrándose el escudo de su camiseta. Se convierte en parte del mundo del que tanto se siente ajeno. Por un segundo, Méndez vuelve a la tierra, a ser feliz. Llegan los abrazos de sus compañeros, las manos en la espalda, los besos en la cara, los aplausos de la gente. Méndez se siente el Jesús por el que le dieron el nombre. Hasta que llega Paulo, o el recuerdo que justamente él no querría que tenga de él. Méndez llora. Le llega un llanto incontenible, como si fuese producto de una culpa que no merece tener. Se tilda. Se para el mundo en un punto de Avellaneda para que él caiga. Sabe que ese segundo no tapa nada. Se acuerda que él no está, y que él no quiere estar sin él. Y el hincha se encuentra con Jesús Méndez, el héroe humano, con ese que es tan capaz de hacernos felices y estar triste al mismo tiempo.
La gente ve las lágrimas y lo ovaciona, no por su gol, sino como un mimo, sabiendo todo lo que le pasa, queriéndole dar un empujón que no bastará por la tarde. El juego se reanuda. Fricciones, patadas, juego, toque y gambetas, todo entre lágrimas. El técnico se apiada y lo saca, a sabiendas de que el clásico está definido y que Méndez merece una pausa. Méndez sale, sin ver por quien entra. Se va derecho al banco. Va en búsqueda del técnico, del médico, de sus compañeros.
Entre ovaciones, Jesús Méndez sale del verde césped y vuelve a ser sólo Méndez. El crack pasa a ser un tipo que busca un consuelo que no encuentra desde hace siete meses.
Termina el partido y Méndez festeja junto a sus compañeros como uno más. Se presta a las fotos de rigor, da las notas de ocasión, que no dudan en recordarle a Paulo, como si no le alcanzaran con verlo llorar 15 minutos antes. Como en la cancha, Méndez los gambetea y no les da el gusto de una lágrima televisiva. Porque hay lágrimas y lágrimas.
Hay llantos íntimos como el de él, ante miles de personas. Se mete en el vestuario y festeja, vive, deja vivir, celebra el clásico y, ojalá, la vida.
El cotillón de los nombres de los equipos y del entorno del juego es secundario. Sea jugando al fútbol o repartiendo volantes de una pizzería, Jesús Méndez se merece un poco más. Merece ser feliz y sobrevivir a su hermano, honrando tanto a Paulo como a sí mismo, cada día, todos los días. Porque nadie que vive lo que vivió merece vivir tanto como él.
Méndez no pelea por un puesto, por un sueldo o un campeonato. Méndez pelea por vivir cada día. Y Méndez, como cualquiera que pase por esto, debe saber que cada día es un triunfo y no una derrota. Si lo llega a leer, sépalo bien, Méndez: usted no pierde cada mañana. El tiro libre que metió el sábado a la tarde lo mete cada noche. Porque vivir es una victoria, y es toda suya.
-Nota escrita por Rodrigo González Santos, exintegrante de Orgullo Rojo, publicada por el blog https://larefundacion.com/