Escribo en un contexto donde las palabras sobran. Donde, soy consciente, ya no hay más nada para decir. Nunca me gustó eso del periodismo de opinar porque sí, de que por el hecho de tener el espacio haya una necesidad imperiosa de hacerlo. No. En este entorno que nos rodea a todos los hinchas de Independiente, las lágrimas y la emoción supieron ganarle a lo dicho. No hay nada más hermoso que volver a ser y eso es muy difícil plasmarlo en una nota, catalogarlo como quien describe un hecho fehaciente. Por eso en esta columna me quiero abstraer y se las doy a mi abuelo y a mi viejo. A Hugo Alberto y Hugo Alejandro. Porque ellos me transmitieron esto.
Nunca ninguno de ellos me llevó a la cancha. Es una confesión durísima, pero conocí el Libertadores de América solo, a mis 19 años, cuando tuve mi primer laburo estable -antes trabajaba los fines de semana y tampoco podía ir-. A mi viejo nunca le gustó eso de ir; lo sentimos de una manera muy diferente, vaya a saber uno por qué, y es al día de hoy que todavía me niego de ese privilegio. Por eso, llegado el caso, ni unas zapatillas, ni un equipo de música, ni un perfume, ni nada de eso. El día que cobré el primer sueldo, me fui a Boyacá 470 y gasté esas pocas monedas en hacerme socio. Sabía que esto era para siempre. Y el 12 de mayo de 2012 asistí a mi primer partido en nuestra casa, con amigos del barrio. Fue en un Independiente 0 - All Boys 3, en medio de una institución prendida fuego en la que el presidente se vanagloriaba y pregonaba ser el restaurador mientras caminaba victorioso en el entretiempo por el césped, bajo un manto de grito que coreaba que "el club es de los socios". En esa jungla me había metido.
Fueron cinco dolorosos años de ir a ver siempre lo mismo. Derrotas, desilusiones y asperezas en el camino, al tiempo que el premio consuelo se materializaba en los relatos de Hugo Alberto contándome lo grande que había sido Independiente. Lo oía hablar de la clase del Bocha, de los penales de Pavoni, de la gloria de Micheli-Cecconato-Lacasia-Grillo-y-Cruz, y se sumaba Hugo Alejandro opinando sobre la categoría de Marangoni, la rudeza de Trossero y Villaverde. El vaso, claro, seguía vacío, pero servía de ungüento por un rato, siempre pensando en lo mismo: "Jamás voy a ver al Independiente de antes".
Pero me equivoqué. Porque Holan nos devolvió al Independiente de antes. Nos dio a once caballeros, hombres de verdad, que jugaron con hidalguía y grandeza todos los partidos que afrontaron. Fueron respetuosos. Pero sobre todo, ganaron jugando, más que al fútbol, al fulbito, como en el barrio. Tocando la pelota. Es un justísimo campeón porque es el que mejor se desempeña adentro y afuera de las cuatro rayas -ya quedó claro lo traicionera que fue la gente del Flamengo con su rival-. Recibí miles de mensajes de amigos no hinchas que admiran lo que mete y lo bien que trata a la redonda este equipo. Ayer daba gusto ver cómo la movían de un lado al otro en el Maracaná, hubo una clara intención de poner la pelota al piso y usarla con inteligencia. Las triangulaciones, los toques cortos y precisos, los cambios de dirección orientados con un objetivo concreto, la intensidad en la presión. Estos pibes entendieron la idea de un técnico que es enorme de verdad y que tiene muchísimo más para dar.
Hoy, rebozado de orgullo, puedo decir que vi jugar al glorioso Independiente de antes del que tanto me hablaron. Tuve a la memoria viva adelante de mis ojos. Casi como si fuera una reencarnación de aquellos equipos llenos de mística, el Rojo conquistó su decimoséptima copa internacional, siendo ese club que enamoraba a propios y extraños con su rendimiento, con su profesionalidad y con su fútbol. A Holan le voy a estar eternamente agradecido por haber logrado esto, pero más porque me dejó ver, en carne propia, los relatos de Hugo Alberto y Hugo Alejandro. Vi las subidas de Pavoni en Tagliafico y los desbordes de Burruchaga en Meza, tal como me contó mi abuelo, y la furia de Clausen en Bustos y las voladas de Santoro en Campaña, como relataba el viejo. Y también en un bar de Avellaneda y en la Avenida Mitre, los vi a ellos. Y festejé sin abrazarlos, como hace rato la vida me enseñó a hacerlo.
Dedicada, también, a Ernesto. Que vio toda la copa desde la platea más alta.
Por @rffailche