los locos

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Los locos

Por: Javier Brizuela
22 de abril de 2020

Papeles en el viento es un libro del gran escritor Eduardo Sacheri, llevado al cine con el mismo título hace cinco años. Esta nueva sección de Orgullo Rojo lleva ese nombre porque busca recopilar anécdotas de tribuna, esas que a los futboleros nos emocionan y llevamos guardadas en el corazón, porque nos une el mismo sentimiento. Animate y envianos la tuya a orgullorojo.com@gmail.com

De chico no tenía chances de ir a la cancha. Y no porque me lo imposibilitaba la edad, ni la falta de acompañante. Simplemente, por cuestiones laborales de mi viejo, era uno de los millones de hinchas del Rojo que vivía lejos de Avellaneda.

Eso me obligaba a seguir al club de mis amores desde alguna provincia (porque viví en varias) y casi siempre por radio. Aunque les parezca extraño a muchos, los que peinan canas sabrán que era raro antes que se de un encuentro por televisión. De hecho por lo general, para ver los goles de tu equipo debías ir a la cancha o esperar el comienzo de Fútbol de Primera, los domingos a las 22. Y cuando el Rojo jugaba en el interior, entre tu sueño y los problemas técnicos de la época, lo único que veías era una imagen borrosa minutos después de la medianoche. Y así terminabas la semana, tratando de distinguir al Bocha y sus compañeros, de manera similar a lo que ocurriría años después, buscando pescar alguna teta en Venus sin pagar el codificado.

Por lo tanto la mayoría de los domingos me sentaba a escuchar las pocas transmisiones que enganchaba bien mi radio, para sentirme cerca de alguna manera de eso que tanto amaba. Gran parte de las veces debía soportar el partido de otro, esperando como un granadero escuchar la palabra Independiente. Era hasta adrenalínico oír el grito de "Goool de" y anhelar desde lo más profundo de tu corazón que a continuación digan el nombre de tu club. Y cuando pasaba, la emoción invadía tu pieza, sin importar el delay.

El hecho de tener a los parientes en Buenos Aires me daba esperanza, ya que viajábamos al menos una vez al año. Aunque claro, por lo general era para las fiestas, lo que hacía imposible cumplir el sueño de ver al Rojo. Pero una noche de 1987 se dio, y por fin tuve la oportunidad de conocer la Doble Visera. Es muy difícil describir lo que uno siente con 8 años entrando a ese lugar, pero por suerte creo que si estás leyendo esto, es porque no hace falta que te lo explique.

Mi familia iba a la cancha en una combi, manejada por un tipo que se llamaba como yo y le decían el Loco. Nunca me había puesto a pensar en las razones por las que se había ganado ese apodo, pero ya viendo como conducía me parecía bastante atinado. Apenas entré me aclaró, como si fuera una especie de contrato, cual era su premisa con respecto a los hinchas que iban por primera vez en su combi. "Mirá que si perdemos el Loco no te lleva nunca más eh" me habían vaticinado, pero en ese momento supuse que era un chiste de mi abuelo y mis primos. Cuando puse el primer pie dentro de la chata entendí que no, que lejos de ser una broma, era definitivamente un contrato ineludible. Y no importaba ni siquiera que yo era un niño y no tenía ni firma a esa edad, debía cumplirlo.

El rival era Racing de Córdoba, y si bien me preocupaba y mucho la amenaza recibida, supuse que la lógica indicaba no tener demasiados problemas para ganarme mi lugar. El partido fue un bodrio sin goles y el hecho de no haber perdido no era aliciente suficiente como para zafar de la mirada del Loco cuando emprendimos la vuelta. Eso me preocupaba más que no haber podido gritar un gol de mi equipo. La letra chica del contrato mencionaba que un empate convertía la segunda vez en otro debut, y así hasta que Independiente gane o pierda. No recuerdo como me enteré de eso, pero lo sabía perfectamente.

Al año siguiente volvimos a Buenos Aires y tendría revancha, un día en el que volví a sentir esa mirada punzante que no me la sacaba ni el abrazo de mi abuelo. Hasta me parecía ver como le dejaba de prestar atención al camino para observar mi miedo por el retrovisor. El Rojo recibía esta vez a Deportivo Armenio, aunque ya no me importaba lo que indicaba la lógica. Para mi ese día el equipo del Indio Solari jugaba la final del mundo, esa que me iba a permitir seguir yendo a la cancha o no, al menos hasta que lo pudiera hacer por mis propios medios. Porque si, mi abuelo, tíos y primos, me podían querer mucho pero no solo que respetaban, sino que compartían esa premisa, aunque no tuviera ni un poco de cordura. ¿Acaso no estamos un poco locos todos los hinchas? Yo a los 9 años, aún no lo sabía.

El partido empezó tan malo como el que había visto en mi primera vez, y si eso ya era una mala noticia, todo empeoró con un contragolpe letal de los verdes. El uno a cero en contra me llevó a pensar que ese era mi segundo y último día en aquel lugar que sin conocerlo ya amaba. Aposté una ficha nuevamente a la broma y le pregunté a mi abuelo si podría seguir yendo a pesar de la derrota. No necesitó emitir palabra alguna, ya que la respuesta la encontré en su mirada, tan fría como la contra de Armenio.

Miré a mi alrededor, ahí en el codo donde doblaba la popular de atrás del arco, cerca del sector de vitalicios, buscando a alguien que me explicara por qué estaba pasando eso. También trataba de encontrar sin suerte al Loco, que estaba con el resto debajo de la visera, en la tribuna de las banderas. Esperaba verlo para que me acuchille con la mirada y sentenciara asi mi suerte, con algún gesto tipo capo mafia (esto intuyo ahora, ¿sabría lo que era un capo mafia en ese momento?).

Pero gracias a Dios, en realidad al Diablo, llegaron los héroes que me salvaron y ganaron esa final, mi final del mundo. Recuerdo que empató el Gallego Insúa y que Reggiardo metió goles en el cinco a uno final. Tan importante para mi como para el equipo que lograría el último torneo del Bocha, justamente ante el mismo rival en la rueda siguiente.

Con la goleada consumada y mi sonrisa de oreja a oreja subí a la combi, y el Loco, también con una sonrisa, me dio la bienvenida a ese grupo selecto que estaba habilitado para viajar a la cancha a ver al Rojo.

Ese lugar donde todos estamos irremediablemente un poco locos.

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