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Ecuánimes

Por: Román Failache
22 de febrero de 2016

Un partido que se está jugando se interrumpe por un suceso extrafutbolístico. Al poco tiempo se reanuda, y el equipo que se encuentra en desventaja sale con hambre y se come la cancha, hasta conseguir el empate que, finalmente, buscaba.

¿Hablo de Racing? No. Es Rosario Central. El domingo 21 de febrero trazó uno de esos paralelismos que asustan.

Lo peor que pude haber hecho cuando volví de la cancha fue haber visto al equipo de Eduardo Coudet. Muestra de hombría, de garra, de convicción, de hambre de victoria, de insatisfacción, de inconformismo, de orgullo, de rebeldía; todos estos adjetivos y sustantivos que hace años pedimos en Independiente, pero que no parecen tener significado en Avellaneda.

Imagino que el primer acto que todos hemos tenido, después del recontra golazo de López, fue putear a los cinco o seis idiotas que encendieron esas bengalas, al grito de "las prenden en el mejor momento anímico del equipo, imbéciles". Voy a limitarme a hablar sobre esto. Quisiera no tener que aburrir con un descargo enorme y un sermón de que nos estamos convirtiendo en ellos. Pero sí es importante resaltar que, mientras más tarados avalen este tipo de cosas, peor nos irá. El hinchismo por la hinchada es la categoría más baja a la que se puede acceder, y el próximo escalón será el de apropiarse de la garantía de una fiesta en cualquier partido, ajena o no al resultado.

En cancha, Independiente no hizo mérito alguno para justificar la obtención de los tres puntos. Fue el híbrido de un equipo que no sabe atacar y que intenta no recibir goles. En 90 minutos, se generó una sola situación de gol, mediante un tipo que había entrado a los 80 y definida por otro que, a mí entender, hizo absolutamente todo mal salvo el gol.

Aún así, jugando de local y cuando la presión la tuvo el rival, no fue capaz de cerrar el partido. En lugar de aguantar la pelota, se la cedió al que era quien debía estar nervioso por conseguir el empate. Y, para colmo, llegan a éste como si fuera un cuento de Fontanarrosa: tirando una chilena en el último minuto. Ni siquiera la viveza de meter la cabeza cerca del pie y quedarse tirado en el piso, agarrándose la cara y aduciendo un golpe, a ver si sacás un foul como le hicieron a ellos hace dos fechas. Nada.

Lo más defraudante, quizás, es la culpa de sentir que Racing vino a eso: a buscar el punto que se llevó. Porque si vos no podés conseguir lo tuyo, vaya y pase. Pero, además, bailaste al compás de su objetivo y no te inmutaste ni un poco. La carencia de rebeldía es notoria. En el segundo tiempo, les movían la pelota de un lado a otro, y los de rojo corriendo atrás, como si jugaran al loco.

Después de lo de ayer, lo futbolístico pasa a un segundo plano. El reordenamiento, además de táctico, debe tener sus raíces en lo actitudinal. Una sola cosa anhelo: ver en Independiente los valores de Central, con ese hambre, ese orgullo, esa vergüenza que sintieron los tipos al percibir cómo se les escapaba aquello que sabían que podía ser suyo. Ayer era la prueba perfecta para demostrar que, al menos, un poco de eso se guardaban consigo. Sin embargo, a nadie le importó. El Indio tiene razón: hay caballos que se mueren potros, sin galopar.

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